La desaparición de la
mujer y de lo femenino de la esfera de lo público se produce cuando
se invierten los papeles. En nuestros comienzos como especie, lo
importante es la maternidad, es lo que asegura la supervivencia del
grupo, y por ello el grupo protege a las mujeres. El hombre es
sustituible, no importa poner en riesgo la vida de los hombres, pero
ellas resultan imprescindibles. Así se produce el reparto de
papeles, la división del trabajo, entre los cuidados y el
mantenimiento de la especie y el suministro de los medios para la
supervivencia, mediante la caza (fundamental para la alimentación
del grupo y para que las madres puedan alimentar mediante la
lactancia a la prole).
En algún momento de la
historia (con el descubrimiento de la aportación masculina a la
fecundación, probablemente, como en otra entrada de este blog se
comenta), comienza esa inversión de los papeles.
Ahora la mujer ya no hace
nada importante, ahora la mujer desaparece del ámbito público. Pero
¿desaparece realmente? Nunca ha desaparecido de ese ámbito, siempre
ha estado ahí. El problema es que hemos hecho desaparecer las
categorías de lo femenino de ese ámbito público. En él las
categorías son las categorías de lo masculino y, así, nos vemos
obligadas a juzgar lo que las mujeres hacemos desde unas categorías
que no nos corresponden. Categorías basadas en la competencia,
violenta o no, en la rivalidad, en el enfrentamiento. Y esas
categorías no representan necesariamente lo femenino.
Pero estas categorías no
nos corresponden porque, realmente, tampoco corresponden a lo
masculino. Esa es precisamente la trampa de la tela de araña en la
que la sociedad nos hace caer. Si eres mujer, tienes que responder a
una serie de categorías con las que has de sentirte identificada, en
las que nos hemos de sentir reflejadas. Seremos “buenas mujeres”
si somos cariñosas, fieles, amables, entregadas, respetuosas hacia
los demás, sobre todo hacia los hombres, sacrificadas por los demás.
Todas estas categorías nos niegan lo que por definición somos como
seres humanos. Pero esta trampa también sirve para lo masculino. Y
aquellos que no sean competitivos, violentos, infieles, desleales,
etc., no son considerados “machos”, valiosos.
Se trata en cierto modo
de romper con esa categorización que nos hace amoldarnos a unos
rasgos con los que no necesariamente nos sentimos identificados, ni
unos ni otros
Recuperar los valores
femeninos no tiene por qué significar rechazar los masculinos, sino
eliminar esa separación entre lo femenino y lo masculino, compartir
esos valores, esas categorías, sentirse reflejados en aquellos
valores o categorías con las que mejor nos sintamos. No importa que esos
valores hayan representado hasta ahora a las mujeres o a los hombres.
En definitiva, somos personas.